Altea

Aún recuerdo el olor a hierba recién cortada al abrir la ventada del tercero y ventilarla de los sueños que me visitaron. Dejándoles luego ganar su libertad para enredarse con las corrientes marinas.

Todavía mi paladar se ahoga en cascadas de saliva oliendo el tostar del desayuno que se cubrirá con el manto rojo de nuestra España y el amarillo del aceite de oliva que recorre y empapa el mapa en que se acuesta cada noche nuestra patria.

Y así, con el sabor de mis raíces, me asomo a la barandilla de ese patio enfrentado amistosamente al azul del mediterráneo .Que acuna desde temprano a los pescadores que alimentan nuestras ganas de regresar al olor de esa mujer perfumadita de brea.

Esa mujer tan salvaje como sutil.

La que amamanta con su vaivén las pasiones de los que se entregan a su cama de arena, o a los cuentos que se crearon contando las piedras de sus calitas escondidas y de los tesoros escarbados en la desnudez de un atardecer sin prisas.

El pulso interminable de nuestra tierra. Aunque se quede del otro lado, porque nos da forma.

La palmera, sin ser tronco ni hoja de las vueltas que da la vida y nosotros con ella.

Vueltas al punto de partida ,abrazando la llegada y la última tímida sonrisa, que bravía por sus camaradas, sale para resguardar el diamante que sus ojos esconden.

Casi tanto como lo que en ella se impregnó viniendo de la cuna de sus sueños.

Y las bienvenidas fueron siempre a lo grande, festejando la unión de las almas blancas.

Blancas como las fachadas que nos envolvían en remolinos veraniegos de chancletas y alegrías.

De subidas a la cumbre azul, y colorines por los callejones de piedra con sus pintores, modistos, escultores y músicos.

Y es que altea…altea todo lo cura.

Que comienza con la A de arte, y acaba con la A de amor.

Y esos…queridos, son en antídoto contra el veneno de la ceguera.

Marisa Blanco